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El origen del problema

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“El final del tranvía en EE.UU. no es un detalle de la historia, es un marcador. Un símbolo de un pensamiento unívoco del progreso. EE.UU., como los demás países industriales que a su vez van a desmantelar sus propias redes, lo harán en detrimento de un transporte colectivo menos molesto y contaminante. Los negocios son los negocios.”

Transcripción de una parte del documental “L’homme a mangé la Terre”, dirigido por Jean-Robert Viallet, en el que se narra la aparición del automóvil durante la primera mitad del siglo xx, y que puede verse aquí.

En 1918, EE.UU. se afirma como la nueva gran potencia mundial, y baila al son del jazz en los clubes de Nueva York y Chicago. Al pié de los edificios, mientras que los ciudadanos tienen la costumbre de desplazarse en tranvía, se comienza a circular en los Ford ensamblados en fabricas de Detroit. A un ritmo metronómico, las perforadoras comienzan a aspirar el oro negro para regar el mundo industrial.

Mas que cualquier otro objeto inventado por el hombre, el automóvil se convierte en el símbolo de la modernidad. En un primer momento, el coche beneficia solamente a una estrecha franja de la población, los burgueses amantes de sensaciones fuertes. Constituye una nueva molestia y un nuevo peligro para la población. De Londres a Nueva York, de París a Berlin, los editorialistas proponen prohibirla del espacio urbano, o al menos reducir su velocidad de manera severa a unos pocos km/h. Se denuncia como un arma peligrosa, como la apisonadora. El automóvil impone en ciudad una nueva disciplina, y hace imposible los juegos de niños en el espacio público.

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En 1921, en Pittsburgh, una manifestación silenciosa reúne a mas de 5.000 personas en homenaje a los 221 niños atropellados ese año. El año siguiente, la ciudad de Baltimore inaugura un monumento en memoria de los niños que han sucumbido. La cólera y las lagrimas acompañan el desarrollo del coche, y el lobby automóvil hace entender al peatón que la calle ya no le pertenece. Pasos de peatones, semáforos, asfaltado, autopistas, rotondas, parkings, transforman progresivamente la fisonomía de las ciudades para adaptarlas a las apisonadoras.

En 1922, al mismo tiempo que un cortejo de 10.000 niños recorre las calles de Nueva York para advertir del peligro del automóvil, un hombre poderoso, Albert P. Sloan, director de General Motors, crea un grupo de trabajo. El objetivo de este grupo, elaborar una estrategia para remplazar tranvías eléctricos por autobuses y coches individuales, el núcleo de las actividades de General Motors. En ese momento, en EE.UU., 1.200 empresas de transporte hacen circular sus tranvías sobre 40.000 km de vías. 300.000 personas trabajan para estas pequeñas y medias empresas privadas. Millones de viajeros toman esos tranvías todos los días. Sloan es empresario, y tiene una visión: quiere obtener una parte del mercado.

Pero en octubre del 1929, el crac de la bolsa hace temblar EE.UU. Los especuladores han especulado demasiado. El pueblo pasara hambre. Los obreros y la clase media van a conocer el paro. Los industriales y los banqueros que desde hace décadas obtienen beneficios récord se ven afectados de manera violenta. Los grandes nombres como Merrill, JP Morgan o Goldman Sachs constatan la caída abismal de sus posesiones. La familia Rockefeller ve su patrimonio fundirse como la nieve al sol. Winston Churchill pierde 500.000 dólares. Hasta Groucho Marx pierde 240.000 dólares durante la crisis. La producción de petroleo, carbón y automóviles desciende drásticamente. En menos de tres años General Motors, dirigida aun por Sloan, verá como sus acciones pierden un 75% de su valor. Los industriales y los hombres de negocio deben reinventarse. Sloan tiene todavía a esos malditos tranvías en mente. Y en este momento, impactadas por la gran depresión, las empresas de transporte también se ven fragilizadas. Nos encontramos a mediados de los años 30, y para Sloan es el momento de pasar a la acción.

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La continuación de la historia aparece consignada en un informe de 100 páginas redactado por encargo del Senado de EE.UU. por Bradford Snell, procurador especialista en leyes antimonopolio. Alrededor de General Motors Sloan reúne a sus amigos: Standard Oil, esto es, los Rockefeller, Phillips Petroleum y Firestone. Un industrial del automóvil, dos negociantes del petroleo y el primer gran industrial del neumático. Juntos, participan en el capital de una obscura compañía de transporte, la National City Lines. Se hacen con el control y crean una miriada de filiales. Compran las empresas de tranvías de cerca de 45 ciudades del país. Pequeñas ciudades y otras mas grandes como Detroit, Nueva York, Oakland, Filadelfia, Chicago, San Luis, Los Ángeles. Cuando el municipio no quiere vender, los hombres de negocios no dudan en corromper a los cargos electos y los altos funcionarios y, si fuera necesario, se sirven de los servicios de la mafia local. En diez años, los industriales desmantelan decenas de miles de kilómetros de vías de tranvía eléctrico, con el fin de remplazarlos por autobuses de gasolina, creando de esta manera nuevas oportunidades para sus propios mercados, la industria del automóvil y la industria del petroleo.

El final del tranvía en EE.UU. no es un detalle de la historia, es un marcador. Un símbolo de un pensamiento unívoco del progreso. EE.UU., como los demás países industriales que a su vez van a desmantelar sus propias redes, lo harán en detrimento de un transporte colectivo menos molesto y contaminante. Los negocios son los negocios.

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